Energía verde, pobreza y migración: el vínculo que la ONU prefiere ignorar

Los datos muestran una correlación innegable: los países con mayor consumo energético disfrutan de mejores niveles de vida.

El discurso reciente de Donald Trump ante la ONU encendió una polémica que va más allá de la política partidista. El presidente advirtió que las energías renovables, aunque necesarias, no bastan para impulsar el desarrollo industrial que permita a las naciones pobres salir de la miseria. Su argumento, aunque incómodo para algunos, toca una verdad que muchos países en desarrollo conocen bien: sin energía abundante y confiable, no hay progreso, y sin progreso, aumenta la migración.

Desde hace años, organismos internacionales como la ONU y el Banco Mundial han limitado el financiamiento a proyectos de combustibles fósiles, impulsando exclusivamente la energía solar y eólica. Bajo el paraguas del Acuerdo de París, programas como la Net Zero Banking Alliance  presionan a los bancos a dejar de invertir en petróleo, gas o carbón, incluso en países donde la demanda básica de electricidad aún no se satisface. El resultado es un cerco energético que perpetúa la desigualdad.

El Departamento de Energía de Estados Unidos ha señalado que la pobreza sigue siendo la mayor amenaza para la humanidad, más que el cambio climático. Sin embargo, esa visión rara vez encuentra eco en los foros climáticos globales, donde el idealismo ecológico suele imponerse sobre las necesidades económicas de millones. En África y América Latina, la falta de acceso a energía asequible mantiene a comunidades enteras en la oscuridad literal y figurada, forzando a miles a emigrar hacia Europa o Norteamérica.

Los datos muestran una correlación innegable: los países con mayor consumo energético disfrutan de mejores niveles de vida. Mientras naciones como Noruega o Estados Unidos superan los 80,000 kilovatios-hora por persona y registran ingresos de alrededor de 45,000 dólares anuales, países africanos como Lesoto o Zimbabue apenas consumen 4,000 kWh y tienen ingresos que rondan los 4,000 dólares. Sin energía, no hay hospitales funcionales, ni agua limpia, ni agricultura moderna.

Paradójicamente, mientras Occidente predica una transición verde, China aprovecha el vacío financiero para ofrecer préstamos a cambio de control sobre puertos e infraestructura. Así, la política climática global termina fortaleciendo a Pekín y debilitando a las naciones que busca “salvar”.

Si el objetivo real es reducir la migración irregular, no bastan los muros ni los discursos. Hace falta permitir que los países pobres accedan a la energía que impulsa el desarrollo. Negarles esa oportunidad en nombre del clima no los salva: los condena a seguir huyendo de la pobreza.

En resumen: si la ONU quiere ayudar a frenar la migración, debería dejar de idealizar las renovables y empezar a respaldar las fuentes energéticas que realmente generan prosperidad.