El futuro del Instituto de Ciencias de la Educación en un Departamento que desaparece

La administración Trump ha propuesto que todas las universidades reporten información detallada de sus procesos de admisión.

La orden ejecutiva de Donald Trump para desmantelar el Departamento de Educación marca un giro histórico en la política educativa de Estados Unidos. La secretaria Linda McMahon recibió la instrucción de trasladar programas a otras agencias y, eventualmente, apagar las luces de un organismo que existe desde 1979. Sin embargo, entre las funciones que sobreviven, una oficina clave aparece en el centro del debate: el Instituto de Ciencias de la Educación (IES, por sus siglas en inglés).

El IES es, en esencia, el brazo de investigación del Departamento: recopila datos de escuelas y universidades, produce evaluaciones y publica estudios. Sus estadísticas son la base para entender desde la matrícula escolar hasta el rendimiento académico en matemáticas y lectura. Pero en un escenario donde la Casa Blanca busca devolver el poder a los estados y a los padres, no todas sus actividades están a salvo.

Lo que se va
Entre las funciones que se consideran fuera de lugar están la What Works Clearinghouse (WWC), una especie de “árbitro” federal que determina qué programas educativos funcionan mejor, y los 10 Laboratorios Regionales de Educación. Críticos sostienen que estas estructuras convierten al gobierno en un “comité de la verdad” que dicta políticas uniformes a todo el país, cuando esas decisiones deberían recaer en investigadores locales, universidades y, en última instancia, en los estados y las familias.

Lo que se queda
En cambio, las tareas de recolección de datos a gran escala se mantienen. El Centro Nacional de Estadísticas de Educación (NCES, por sus siglas en inglés) continuará con el Common Core of Data y el Integrated Postsecondary Education Data System(IPEDS), además de administrar la Evaluación Nacional del Progreso Educativo, conocida como “la boleta de calificaciones de la nación”. Estos datos son cruciales no solo para la investigación académica, sino también para vigilar el cumplimiento de derechos civiles, como la detección de patrones de segregación.

La administración Trump quiere ampliar esta labor: ha propuesto que todas las universidades reporten información detallada de sus procesos de admisión, incluidos promedios, puntajes de exámenes y resultados por raza, para garantizar que se respete el fallo de la Corte Suprema que prohíbe preferencias raciales en la educación superior. La medida ha desatado críticas entre expertos que dudan de su utilidad o la ven como un ataque encubierto a la autonomía universitaria.

El plan oficial es trasladar las funciones válidas del IES a agencias con experiencia en estadísticas, como la Oficina del Censo o la Oficina de Estadísticas Laborales. Allí, la recopilación de datos se mantendría al servicio de la investigación básica y la supervisión de derechos civiles, sin entrar en el terreno polémico de dictar qué métodos educativos deben aplicarse.

La conclusión es clara: el gobierno federal busca replegarse de la pedagogía, pero no de los números. El cierre del Departamento de Educación no elimina la necesidad de medir qué pasa en las aulas; simplemente redefine quién lo hace y con qué propósito. El desafío será que, sin el filtro federal, la calidad y la equidad de la educación no queden a merced de intereses locales desiguales.