Su éxito depende de tres pilares clave: financiamiento por fórmula, usos amplios y acceso universal.
Durante más de veinte años, todos los estados del país apostaron por la misma receta para mejorar su sistema educativo: más dinero por alumno, pruebas estandarizadas y exigencias de rendimiento académico. El resultado fue una decepción nacional. A pesar de que el gasto creció por encima de la inflación, los puntajes apenas se movieron. En algunos casos, incluso retrocedieron. La pandemia solo aceleró una caída que ya venía gestándose.
El problema no ha sido falta de voluntad ni de inversión, sino un sistema rígido, politizado y fácil de manipular. Las métricas oficiales terminaron más preocupadas por maquillar cifras que por señalar el fracaso. Los padres, mientras tanto, siguen creyendo que sus hijos van bien en la escuela, aunque las cifras nacionales digan lo contrario.
En ese vacío de confianza emergieron actores inesperados: plataformas privadas como GreatSchools y Niche, que ofrecen evaluaciones independientes de escuelas basadas en datos duros y opiniones de usuarios. Estas herramientas se han convertido en fuentes más confiables para padres que buscan entender la calidad real de las escuelas.
Pero el cambio de fondo va más allá de los rankings. Está ocurriendo una transformación silenciosa: el paso de un sistema educativo centralizado a uno personalizado y descentralizado, impulsado desde abajo por las familias. Lo llaman “Education Choice 2.0”. Y su éxito depende de tres pilares clave: financiamiento por fórmula (para que cada estudiante cuente con recursos directos), usos amplios (tutores, clases en línea, materiales) y acceso universal (sin restricciones por nivel socioeconómico o tipo de escuela).
Estados como Arizona, Florida, Arkansas y Virginia ya lo están implementando. No se trata solo de elegir entre escuelas públicas y privadas, sino de construir un mosaico educativo con clases personalizadas, cooperativas de aprendizaje, plataformas digitales y experiencias a la medida de cada niño. Para muchas familias, especialmente las más acomodadas, esto no es nuevo. Lo innovador es que ahora empieza a democratizarse.
Los fracasos pasados muestran que no se puede regular el camino hacia la excelencia educativa. El modelo antiguo se quedó corto. Lo que viene —si logra consolidarse— ya no depende de departamentos estatales ni de sindicatos poderosos, sino de algo más simple y revolucionario: que los padres puedan decidir, con información real y herramientas concretas, qué tipo de educación quieren para sus hijos.
Como dijo alguna vez Roosevelt: si algo no funciona, admítelo y prueba otra cosa. La educación pública estadounidense necesita, justamente, eso.